viernes, 9 de abril de 2010

Aquella incongruencia


Dicen que fue lejos. Ocurrió en una remota isla caribeña en la que se había hospedado un escritor noruego para escribir sobre la desaparición de una determinada especie de tortuga, las cuales median cincuenta centímetros de largo y cuyo caparazón era de un verde oscuro, prácticamente negro.
Estaba, como afirmo, describiendo el hábitat cuando de pronto se dio cuenta de que le ocurría algo. Descubrió que le costaba un esfuerzo bárbaro relacionar las tortugas con ese espécimen que tenía a sus pies. Para ser concretos, no diferenciaba un galápago, de una lechuga, ni una zanahoria de un bolígrafo de seis colores.
Pronto fue al médico y éste a su vez le mando al psicólogo para que le hiciera algunas pruebas. Quince horas más tarde, y en directo, una reportera americana se quedaba en blanco al no encontrar un sinónimo de guerra. A las tres horas de aquello, ocho mil periodistas y dos mil escritores fueron diagnosticados con una extraña disfuncionalidad; la cual había hecho que perdieran la memoria conceptual de un modo brusco e inexplicable. Dicho problema consistía en que sabían leer con normalidad, pero la mente no asociaba una imagen o significado de lo que observaban; es decir, percibían pero no interpretaban.
Se desconocía el origen de dicho percance ni el motivo de que fueran los trabajadores de la comunicación los que padecieran semejante trastorno.
A los pocos días, comenzaron a sufrirlo otros ciudadanos; desde taxistas hasta los galeristas de más renombre.
Fue tanta la gravedad del asunto que los gobiernos mandaron, de inmediato, transcribir en dibujos nuevas ediciones de las constituciones, códigos civiles, penales, mercantiles, acuerdos de paz entre estados, leyes... Todo lo que pudiera mantener el orden ante esta inevitable pandemia psíquica. Se pensó que para generar algo de tranquilidad era óptimo pasar a dibujos algunas novelas, con vistas al ocio; siempre tan necesario. Aquí, en España, también se puso en marcha la medida, pero como no había tiempo para hacerlo con todas las novelas se pensó que era una pérdida de tiempo dibujar Ensayo sobre la ceguera de José Saramago.
Los trabajadores dejaron de producir porque no acertaban a escoger la herramienta adecuada para su oficio y la mayoría de capitalistas naufragaron en la bolsa al no saber qué índices eran los más seguros. Sin asimilación estábamos condenados.
La situación no hacía más que ir a peor. De hecho, las cárceles y los hospitales seguían manteniendo su función, ya que, a pequeña escala, no se sabía los motivos de la instancia penal ni de la sanitaria, aunque era de sobra reconocido un robo, atraco u homicidio por maldad y un alumbramiento, trasplante o intervención quirúrgica por necesidad; aunque años más tarde a estos valores también los perjudicaría la inconexión cerebral.
El lenguaje se redujo a lo mínimo para expresar las necesidades básicas y los deseos. Por ello, las preguntas más frecuentes fueron: ¿Dónde? ¿Quién? ¿Cómo? (Esta era de las más complejas de responder) ¿Qué? Y los monosílabos si y no o demostrativos como aquí, allí, esto, yo (sorprendería como acabaría siendo una de las palabras más utilizadas en aquel calvario), tu... Y, ya casi al final del ciclo, se impondría la pregunta ¿Me amas?
La sociedad seguía resquebrajándose; desde el juez que no daba con el concepto de justicia hasta el hombre que vaticinaba el parte metereológico, que acabó por dejar el puesto cuando confundió el término borrasca con anticiclón, pasando por la inmensa mayoría de clérigos, que olvidaron el nombre del hombre sobre la cruz y, conmovidos, se deshicieron de los crucifijos sin saber el motivo por el que rendían culto a ese pobre rostro cariacontecido.
Los ciudadanos se volvieron más callados, prácticamente mudos, al no concebir ideas. El único medio de comunicación que perduró más tiempo fue la televisión. Aunque los productores la utilizaron de modo incorrecto y colocaron a la mayoría de presentadores como si de maniquís se tratara para vender productos, ropa y maquillaje. La telebasura también se contagió; y hasta Belén Esteban, a los sesenta y ocho años, aparecía sin mediar palabra en un primer plano durante horas con la insana idea de vender marcas de pintalabios.
Ante este acontecimiento, la mejor herramienta fue el dedo índice para señalar las apetencias. Al cabo de doscientos dos años un científico japonés superdotado, el último en pie y sin habla, y que todavía conservaba ciento ochenta de coeficiente intelectual, se percató, por un momento, de que los niños, de entonces, nacían con una ligera deformación en los dedos índices y lo achacó al proceso evolutivo de la supervivencia. Ésta y otras falacias no encontraron muchos receptores en un planeta cada vez más deshabitado.
La humanidad iba a llegar a su fin hasta que, se desconoce la procedencia, brotaron cinco cristales morados, uno en cada continente, del fondo de la tierra y, acto seguido, comenzaron a emitir imágenes a través de sus potentes rayos que llegaban hasta las nubes; haciendo éstas de pantallas. Por aquellos entonces, ya no había televisores, ni cines y mirar al cielo se había convertido en la mayor de las distracciones. Lo más importante es que los contenidos que emitían los cristales eran equivalencias. Así mostraban la imagen de una flor y acto seguido la palabra flor escrita. Secundariamente, la imagen llevaba un código cifrado, casi imperceptible, que gracias a ello se resolvió el problema. Son desconocidos el modo y el tiempo necesarios por el que algunos avanzaron de la interpretación a la lectura y de ahí al conocimiento.
Hubo años de prosperidad a raíz de esta mejora y los índices de natalidad crecieron sensiblemente. Se sentían tan en deuda con las cinco lentes que las introdujeron en el Museo Británico bajo una inscripción bañada en oro que decía: “Los cinco dioses”.
La alegría duró poco. Los más inteligentes, en seguida doblegaron a los menos hábiles produciéndose conflictos armados y beligerantes.
Ahora que había vestigios se había dado otro paso atrás. Cuando fueron a consultar a los cristales se llevaron una ingrata sorpresa al comprobar que ya no eran tales, sino cinco montoncitos de arena morada.
El último ser humano vivo dejó escrita una frase que no era suya: “El hombre es un lobo para el hombre”.

2 comentarios:

Angeles dijo...

Diossssss que pesimismo...
cierto es que cada dia somos mas imbeciles, pero nuestros hijos (o sea, tu) están ahi precisamente para evitar la estupidificación de todo el planeta. Ellos serán los que decidan el futuro y lo primero, sin duda, cambiar a los politicos... jejejejeje

Daniel Atienza López dijo...

Da igual. Dile al sol que detenga su futura expansión. Jur jur jur, por muy listos que seamos.